domingo, 18 de mayo de 2014

El Cid Campeador

El Cid Campeador
1.     La partida de Vivar:
Rodrigo Díaz de Vivar dio vuelta la cabeza para mirar su casa. Las puertas, abiertas; los postigos sin candados; vacías las perchas, sin pieles ni mantos; y las otras perchas donde solían posarse los halcones y azores, sin la visita de los grandes pájaros.                                            Junto a Rodrigo, un grupo de hombres montados. Como él, todos iban sobre el caballo tan a gusto como los villanos sobre sus piernas. Rodrigo no precisaba esconder ese llanto que bajaba por sus ojos, arrasándolos.                                                                                                        Él que partía hacia el destierro no era un joven inexperto. A su nombre, lo acompaña ya el apodo Cid Campeador que, como una medalla que se ostenta sobre el escudo, decía su valentía. “Cid”, del sidi, en árabe, “señor”; y Campeador, del romance, campodocto, “doctor” o ”señor de los campos de batalla”.                                                                                                             Su casa en Vivar quedaba a pocas lenguas de Burgos, en el reino de Castilla. Los reyes de los moros y de los cristianos, vivían en luchas constantes.                                                                  Junto al pecho, por debajo del jubón, Rodrigo Díaz de Vivar llevaba una carta dirigida a él, con la firma del rey Alfonso, su señor. El mensaje era escueto: una orden de destierro para él. La aclaración, terminante: tenía solo nueve días para abandonar por siempre las tierras de Castilla, cumplido el plazo, sería atacado por el ejército del rey. Nunca en innumerables batallas, Rodrigo, había sufrido una afrenta semejante. ¡Desterrado! El castigo destinado a los traidores. García Ordóñez, había prestado oídos el rey Alfonso al escribir, sin que le temblara el pulso, la carta que ordenaba el destierro de su mejor vasallo.                                                 Con la carta en la mano, Rodrigo reunió a sus parientes y vasallos. Les contó que el rey lo ordenaba abandonar las tierras de Castilla. Y aunque aquellos hombres le debían lealtad; a todos les preguntó para que hicieran según su deseo. Los que quisieran podían desterrarse con él, tras desamparar a sus mujeres e hijos; los que quisieran podían quedarse en sus tierras. Se distinguía por su porte Minaya Alvar Fáñez. Con vos clara, él dijo te seguiremos, aquellos setenta hombre como si fueran uno solo, no hemos de abandonarte mientras tengamos aliento.
2.    El Camino de los Recuerdos:
El Cid desovillo pacientemente los recuerdos, necesitaba repasarlos, encontrar aquellos hechos que le permitieron comprender la actitud del rey. Tuvo que remontarse a su adolescencia. Hijo de hidalgos, sin que sangre noble corriera por sus venas, Rodrigo se había criado en la corte del rey Fernando, padre de Alfonso. Sus dotes guerreras siempre lo habían destacado; tal vez por eso, Fernando lo había elegido como amigo de Sancho, su hijo mayor. ¡ Que valiosa amistad los había unido a Sancho y Rodrigo!                                                                                                Sancho y yo salíamos de caza y su hermano Alfonso se quedaba en el castillo. Pero aún Fernando vivía, cuando Sancho y Rodrigo salieron a batallar. El mismo rey Fernando lo había armado caballero de la batalla de Coímbra. Junto a Sancho, habían vencido al rey moro de Granada. El Cid recordó la batalla, y recordó el momento que había tomado prisionero al Conde García Ordóñez. Ahora García era consejero del rey Alfonso, pero entonces, por traidor, Rodrigo lo había injuriado arrancándole un mechón de sus  barbas. Los verdaderos problemas habían empezado a la muerte del rey. Eso era innegable. Don Fernando había repartido el reino entre sus cuatro hijos: a Sancho, Castilla; a Alfonso, León; a Elvira, La ciudad de Toro; y a Urraca, Zamora. Los hermanos no se contentaron con aquella división, todo quería Sancho, como lo mandaba la ley de entonces.                                                                                      Sancho y Alfonso se enfrentaron. Quien ganara se quedaría con los dos reinos. Eran tiempos de guerra, Rodrigo luchaba junto a su señor. El Cid recordó la batalla en la que gracias a su consejo, habían vencido a Alfonso. Algunos opinaron que no habían sido del todo justos, pues quebrantaron un pacto atacando el campamento por la madrugada. En la guerra no hay pactos, pensaba el Cid entonces y ahora. Seguramente allí nació el odio de Alfonso por él. Porque le quitaron la victoria de las manos, lo sacaron de la iglesia donde se había asilado y lo llevaron prisionero a Burgos. Alfonso supo que aquella derrota suya, era por méritos del Cid. Quizás fue aquel día en que comenzó a tramar su venganza.                                                                    Entonces vino doña Urraca, hermana de los reyes, e imploro la libertad de Alfonso. El Cid mismo aconsejó a Sancho que lo liberara. La condición era estricta: Alfonso debía dejar el reino y hacerse monje tras entrar en un monasterio. Con dos hermanos reyes, nunca acabaría la pelea. Alfonso había entrado en el monasterio, pero lo suyo no era la religión, y al poco tiempo, se escapó. Entonces se alió con el rey moro de Toledo.                                                               Mientras, Sancho estaba ocupado luchando en contra de sus hermanas. Ya era de León y Castilla. Pero tomó la ciudad de Toro y puso cerco a Zamora. La ciudad de su hermana Urraca resistía valientemente el cerco.                                                                                                 El cerco duraba más de lo pensado, Zamora no se rendía. Entonces, apareció el traidor: Alfonso Vellido. Se había escabullido de Zamora, lo trajeron los guardias hasta la tienda del rey. Resultó buen fabulador porque logró embaucarlo a todos, a Sancho y al Cid también. Ofrecía ayuda para vencer la muralla. El Cid desconfió de la condición que había puesto: debían ir al sitio bien de madrugada, él y Sancho y nadie más. Rodrigo dudó, pero Sancho dio la orden terminante de que nadie lo siguiera. Las órdenes de señor no pueden discutirlas los vasallos. Allá se fueron los dos, Sancho y Vellido, el traidor. A pesar de todo, Era tan fuerte el presentimiento de Rodrigo que los siguió. De lejos los vio y, cuando estuvo cerca, ya era tarde: Sancho caía, asesinado.                                                                                                              El reino de León corono a Alfonso. Con derecho, pues era su rey verdadero. Zamora quedo en manos de Urraca. Las cortes se reunieron en Burgos para discutirlo. La vos del Cid fue la más escuchada: “Debe gobernar Alfonso, pues él lleva la sangre del rey Fernando en las venas”. Nadie había querido a Sancho más que el Cid. Yo le tomaré el juramento, dijo el Cid, si él jura su inocencia, seremos sus vasallos. Frente al altar, estaba Alfonso y él. A su alrededor, lo mejor de la nobleza Leonesa y Castellana. El silencio los rodeaba, jamás volvió a sentir el Cid un silencio igual. Podía oír los latidos acelerados de Alfonso. Entonces el Cid le preguntó, haciéndolo jurar sobre los santos evangelios, si era cierta la sospecha de que por su consejo, fue muerto el rey Sancho. El rey Alfonso juró que no, pero apenas se oyeron sus palabras, Rodrigo no se sintió satisfecho. El Cid le preguntó lo mismo tres veces, y Alfonso juró su inocencia en Santa Gadea. Entonces fue proclamado rey, y el Cid besó su mano en señal de vasallaje.                                                                                                                                     “Lo que Alfonso no  ha entendido, pensaba Rodrigo mientras cabalgaba camino al destierro, es la clave de vasallo que soy yo. Pero se lo demostraré con acciones, si dios me da vida para recuperar mi honra”.
3.    Una ciudad desierta:
Setenta hombres de a caballo atravesaron la muralla de piedra de la ciudad de Burgos. Recorrieron a caballo sus callejuelas y las encontraron desiertas. Detrás de las ventanas de madera, hombres, mujeres y niños observaban el paso de los guerreros: las fuertes patas de los caballos, las lanzas con sus pendones, las espadas atadas a los cintos.                                  El Cid y sus hombres llegaron hasta la posada de la ciudad de Burgos, pero la encontraron cerrada. Un vasallo se apeó del caballo y llamó. Nadie le respondió, golpeo con mayor rudeza, pero no obtuvo respuesta. Palmeo las manos, dio voces, nada. El Cid, entonces, se acercó con su caballo y, tas sacar un pié del estribo, dio contra la puerta con toda su fuerza. La puerta chirrió, pero los remaches no se dieron. En ese momento, una chiquilla apareció corriendo, iba descalza, a pesar de la estatura de sus nueve años, se internó valientemente entre las patas de los caballos hasta quedar parada frente al  Cid. La niña alzó la cabeza para encontrar los ojos del más famoso guerrero de la cristiandad. Quizás no entendía los motivos de la guerra, pero en su mirada que hablaba miedo, también brillaba el coraje. Ella le dijo que no podían ayudarlo, porque si no dejaría al pueblo sin cobijo, comida, cebada para los caballos.                                Montados en sus caballos, los hombres del Cid también miraban a su jefe, esperando una oren. Un pesado silencio corría por el medio de la calle, como un escalofrío. Acamparemos a las orillas del río. Antes de abandonar el pueblo, cabalgó hasta la iglesia de Santa María y, de rodillas, hizo su oración. Entonces, sí, volvió a montar y, tras salir por la puerta de Santa María, atravesó la muralla de Burgos. Ya era de noche, cuando un hombre se acercó a las tiendas. Traía varias mulas cargadas de alimentos, viviendas y vino. Venía acompañado de guerreros montados a caballos, lanzas en la mano, espadas en el cinto. Los centinelas lo reconocieron, no en vano Martín Antolinez había logrado su fama luchando contra los moros. También el Cid lo reconoció. Si el rey se entera de que he venido a auxiliarte, me matará; contigo iré al destierro y, si logramos fama y recompensa, contigo recibiré el perdón del rey.                                      Lo breve del plazo no le había dado tiempo al Cid para hacerse de dinero. Tampoco podía pedirlo prestado: el rey había prohibido que le dieran auxilio: todas las casas cristianas en Burgos estaban cerradas para él. Por eso, Martín Antolinez le propuso que fueran a ver a los judíos Raquel y Vidas, que trabajaban de prestamistas. Éste era un trabajo prohibido para los cristianos; mientras que los judíos que no tenían permitido empuñar las armas, ni labrar la tierra, ni realizar trabajos manuales, sí podían manejar el dinero.                                              El trato fue hecho por Martín Antolinez, en absoluto secreto. Dijo a los prestamistas que el Cid necesitaba guardar dos arcas llenas de oro y plata, pues no podía llevarlas con él al destierro. A cambio, pedía 600 marcos en monedas.                                                                   En el reino de Castilla, algunas personas decían que el Cid se había quedado con la plata del rey Alfonso, su señor. Que cuando había ido a cobrar el tributo en la ciudad de Sevilla, parte del pago se lo había guardado para sí. Los que comentaban este rumor decían que, por ese motivo, el rey Alfonso lo había desterrado. Raquel y Vidas recordaron esa historia cuando Martín Antolinez les propuso el trato. Lo cierto es que las arcas que los hombres del Cid llevaron a casa de los prestamistas eran muy pesadas. Raquel y Vidas les guardaron con cuidado y en secreto, sin sospechar que estaban llenas de arena. La historia del Cid nos cuenta el ardid. Supongamos que la plata fue devuelta, aunque los cantos se hayan olvidado de relatarlo.
4.    La separación:
Esa misma noche, el Cid y sus hombres se alejaron del arenal donde habían acampado. Antes de partir, el Cid quiso despedirse de su mujer y de sus hijas. El Cid les dejo a ellas ciento cincuenta  marcos de los que le habían dado Raquel y Vidas; cincuenta para el monasterio, cien para servir a doña Jimena y a sus hijas. Un solo abrazo fue suficiente para fundir al guerrero, de sus tiernas mujeres.                                                                                                                                    Al día siguiente, Martín Antolinez reunió ciento quince jinetes que, tras cruzar el puente de Arlanzón, buscaban unirse a las mesnadas de Rodrigo. Desde el monasterio, el Cid vio a los jinetes: un grupo tan numeroso que no alcanzaba a contar los pendones. Distinguió satisfecho, la figura del hombre que los diría y, entonces, cabalgo, a su encuentro. A medida que se acercaba, sentía crecer dentro de sí las esperanzas de ganarse con la lucha el pan y la honra. Esa misma noche, el Cid reunió a sus caballeros: Minaya Alvar Fáñez, su primo hermano; Martín Antolinez, el burgalés cumplido; Pedro Bermúdez, su sobrino. De los nueve días de plazo, ya habían transcurrido seis, solo restaban tres. Ellos debían cruzar las sierras de Miedes para dejar el reino de Castilla, antes de que se cumpliera ese plazo. Pero primero debían irse del monasterio y comenzar su cabalgata; esta despedida fue difícil para el Cid, pero tuvo que marchar.
5.    En los bordes del Mundo Cristiano:
Ya soltaron las riendas, ya empezaron a cabalgar. Pasaron por tierras peladas y grises, una larga meseta se extendía delante de sus ojos. Reposaron en Espinosa del Can y, al día siguiente se marcharon hacia Navapalos. Ya estaban dejando la Extremadura cristiana, ya se acercaban a las tierras de los moros. En Figueruela, a la sombra de los enebros y los olivos, alzaron las tiendas. Con el argullo de las aguas que corrían hacia el Sur, Rodrigo Díaz de Vivar se durmió. Era su última noche en Castilla, y aquel sonido que siempre habla de vida y abundancia le sonó a buen augurio. Pero entonces, en lo más profundo del sueño, se le apareció en una visión el ángel San Gabriel. Con voz clara, le dijo: -Cabalga, Cid, el buen Campeador, que nunca en tan buen punto cabalgó un varón. Mientras vivas, todo estará de tu parte.                                          Rodrigo despertó. Azorado, primero; tras alegrarse por el buen sueño, enseguida, hizo la señal de cruz.
6.    La Primera Batalla:
A la mañana, el Cid reunió sus fuerzas, contó trescientas lanzas, todas con pendones. Ya el plazo estaba a punto de vencer. Todo el día anduvieron a marchas forzadas, alejándose hacia el Sur. Como la noche era clara, el Cid dispuso seguir adelante. En el llano, hallaron un bosque tupido donde Rodrigo ordenó un descanso. Ya había dejado atrás las tierras de Alfonso, ya estaban en tierras extrañas.                                                                                                         En aquel bosquecillo, el Cid y Minaya, decidieron la primera batalla. El blanco elegido fue la ciudad de Castejón de Henares, pues era la primera ciudad mora que hallaron en su camino. El plan fue que a la madrugada, dividirían las fuerzas y lanzarían el ataque. El Cid, al mando de cien caballeros, entraría en la ciudad por la retaguardia. Minaya, con doscientos, iría en algara: asolando los campos en un gran radio de acción que llegaba hasta la zona de Alcalá. Ellos atacaron y ganaron la primera batalla. Castejón ya estaba en manos del Cid. Desde las torres, sus centinelas vigilaban los campos. No bien divisaron a los hombres de Minaya, el Cid dejó el castillo en custodia y salió con su mesnada. El Cid le ofreció a Minaya un quinto de todo lo que habían ganado en esa batalla. Pero Minaya le dijo que solo después de haberse esforzado en la lucha y de que, gracias a su mano, el Cid hubiera ganado algo, recién ahí aceptaría algún dinero.
7.    La Respuesta Mora:
Desde aquel día, todo fue un sucederse de batallas, tomas de castillos, algaras nocturnas, el entrar en las granjas como salvajes.                                                                                          El primer castillo importante tomado por el Cid y sus hombres fue Alcocer. Al instalarse en el castillo de Alcocer, se hicieron servir por los moros. Las noches en las que habían dormido en las tiendas, a la vera de los arroyos, habían quedado atrás.                                                   Pero los moros no se quedaron de brazos cruzados, viendo como un cristiano que había sido desterrado de sus tierras se entrometía en las de ellos. Todos los lazos de amistad y vasallaje estaban siendo trastornados por el Cid, que sometía a tributos a las ciudades que ya tenían un señor, que robaba en las algaras animales y cosechas. Así lo entendió Tamín, rey de Valencia; el Cid ya había tenido suficiente, ahora le llegaba la hora de pagar. De pagarle tributo a él, no en vano era el rey de Valencia. Fariz y Glave dirigieron el ejército moro: tres mil jinetes, bien pertrechados con lanzas y espadas. Los moros eran los mejores montadores, no había quien los superara en el arte de adiestrar sus caballos.                                                                           El ejército moro puso cerco a la ciudad de Alcocer durante tres semanas. En la tercera semana, les cortaron el agua. Afuera, los moros batían sus tambores. En el castillo, los del Cid reunidos en consejo, discutían que debían hacer, ¿Debían huir?, ¿Debían enfrentarlos? Hasta que Minaya sugirió que atacaran, dios los iba a ayudar. Así, lo entendió el Cid y se sintió seguro para afrontar la batalla.                                                                                                             El Cid les habló. Sus instrucciones fueron breves: -Salgamos todos, que no queden sino dos peones guardando la puerta. Pedro Bermúdez, tome como siempre la enseña, sé que la cuidará como buen caballero. Pero no se adelante mientras yo no lo mande. El fiel Pedro, sobrino del Cid, besó su mano y tomó la enseña.                                                                                            Del otro lado de las murallas, el ruido ensordecedor de los tambores hacía temblar la tierra. Los pelotones moros comenzaron a avanzar como un torrente; cualquiera hubiera dicho que aplastarían cuanto encontraran a su paso. El Cid ordenó que no se mueva nadie, pero Pedro alzó la enseña, espoleó su caballo y, a todo correr, se metió en la fila más llena de moros. El Cid desesperado se encontraba gritando; ¡Deténganse, por caridad! Pero el caballo de Pedro avanzaba entre el enemigo. Llovían los golpes sobre él, todos luchaban para ganarle la enseña, aunque ninguno lograba derribarlo. El Cid gritó a los demás: ¡Ayúdenlo, ataquen!                       El Cid se acercó a un general moro que montaba un buen caballo y, con un golpe de espada, lo cortó por la cintura y lo derribó a la mitad del campo. También tuvo enfrente al emir Fariz. Los dos jefes se midieron, el Cid esquivó los golpes del moro mientras lo acometía con su lanza. Dos golpes le fallaron pero, al tercero, la punta penetró bajo la loriga. Chorreando de sangre el emir escapó del campo, a todo correr. Martín Antolinez arremetía al momento contra Glave. De un golpe le arrancó los rubíes que adornaban su yelmo y le llegó hasta la carne. Los dos jefes huían gravemente heridos, detrás de ellos, iban los moros que habían sobrevivido al ataque.
8.    Un obsequio para el Rey:
Las batallas de entonces tenían una rutina. Contar los muertos y enterrarlos era lo primero; aunque, de esto, no hablaban las gestas. Luego venía el recuento del botín, todo valía: monedas, escudos y armas, lanzas, espadas, quinientos diez caballos, y lo que diera el saqueo del campamento enemigo. Después del recuento, venía el reparto.                                                Del quinto que le correspondía por ley, el Cid apartó los treinta mejores caballos, todos con sus sillas y sus bridas, y con espadas de las mejores colgadas de los arzones. Luego tomó una bota alta a modo de bolsa y la llenó hasta arriba de oro y plata fina. Entonces habló con Minaya, le encomendó la misión más difícil: debía volver a Castilla, a las tierras de donde juntos habían sido desterrados.                                                                                                                    Los treinta caballos enjaezados debía darlos al rey Alfonso, como obsequio del Cid Campeador. Paso a paso, explicó a Minaya las palabras que debía pronunciar, de qué modo arrodillarse, besar la mano del rey. La plata de la bota la destinaría para pagar mil misas en Santa María de Burgos y lo que sobrara lo daría en San Pedro de Cardeña para el sustento de su mujer y sus hijas.                                                                                                                                    Rodrigo Díaz de Vivar confió en la ambición del rey, demasiado lo conocía, no en vano habían jugado juntos los tres, Sancho, Él y Alfonso, cuando ninguno era rey, en casa de Fernando. Tiempos buenos como aquéllos no volverían jamás. Rodrigo se había jurado a sí mismo confiar en la inocencia de Alfonso y ser su más fiel vasallo. Y ahora que Alfonso lo había desterrado, con hechos, le probaría la entereza de su honra. Que no con palabras. Rodrigo no era hombre de la corte, hombre de entreverar las cosas con discursos. Seguramente, Alfonso no mandaría a matar a Minaya hasta saber qué motivaba su embajada. Y después de ver los caballos, menos aún lo mandaría.
9.    Ida y vuelta de Castilla:
Allá fueron Minaya y los caballeros que lo acompañaban, camino de Castilla. El Cid se quedó en Alcocer pero, poco tiempo después, dejó el castillo en busca de nuevos territorios donde luchar y ganarse el pan. Eran soldados y vivían de la riqueza que producían los otros. Por eso precisaban moverse, después de estar varios meses en un sitio, lo vejaban más seco que a una naranja bien exprimida.                                                                                                             El Cid mandó emisarios a las ciudades vecinas. Así como antes había luchado contra los moros, ahora había llegado el momento de negociar con ellos. Las nociones de guerra y paz, de enemigos y aliados eran cambiantes y movedizas en aquellas épocas. Los embajadores volvieron con una propuesta. Así fue como el Cid firmó un convenio con los habitantes de Catalayud, que le compraron Alcocer por tres mil marcos de plata.                                                                 Una madrugada volvió Minaya con doscientos caballeros que lo seguían con permiso de rey Alfonso. El relato de Minaya fue meticuloso. Le habló de su mujer y de sus hijas, de lo bien que se encontraban y de los cariños que unos a otros se habían hecho llegar por su intermedio. Trató de contarle a su señor hasta la última arruga que vio en el rostro del rey, hasta el más mínimo gesto que percibió entre los hombres de la corte. Minaya, le contó al rey, que aquel que  desterró ganó Alcocer, fue cercado por los reyes de Valencia, le cortaron el agua y, entonces, salió a pelear y venció a dos emires moros: es abundante su ganancia. Le envía este presente, le besa los pies y las manos para que lo perdone. Alfonso no contestó. Las noticias de las victorias del Cid, ya todo el reino de Castilla las conocía. Los nobles cuchicheaban por lo bajo. Solo logre oír palabras sueltas “riqueza”, “poder”, “peligro”. El envidioso de García Ordóñez parecía que se comía los caballos con los ojos. Es muy pronto, luego de unas pocas semanas, para perdonar a un hombre que ofendió a su señor, dijo Alfonso. Pero tomo este presente, porque viene de moros y me alegro de que lo haya ganado el Cid. A usted, Minaya, le restituyo sus hombres y tierras; podrá ir y venir por Castilla, desde ahora le doy mi gracia. Mas del Cid Campeador…, todavía no digo nada. Eso es todo, no me dijo nada más y meché.                                                                Alvar Fáñez les traía noticias de sus hermanos, primos y amigos; recuerdos de sus dulces madres. Aquella noche, las conversaciones junto a los fogones duraron largo tiempo. Como si Castilla, de la que se habían ido desterrados, hubiera regresado en las alforjas de Minaya. Con la violencia de una algara, los recuerdos asolaron los corazones.
10.  El Conde de Barcelona:

Un tiempo después, volvieron a cambiar de sitio. Entonces, se dirigieron hacia el puerto de Olocau y se acercaron a las tierras que estaban bajo el protectorado de Ramón Berenguer, conde de Barcelona.                                                                                                                          A los ojos del conde, el Cid era un desterrado, un muerto de hambre, que ni siquiera tenía sangre noble y pretendía ocupar legares que no le correspondían. Debía darle su merecido, ponerlo en su lugar, hacerle pagar tributo. El conde de Barcelona formó un ejército en el que había tanto moros como cristianos.
El Cid supo que el conde de Barcelona quería darle batalla. Quiso evitar el enfrentamiento y envió un mensajero con un recado de paz. Sin embargo, el conde no estaba dispuesto a retroceder, más aún lo retó, al decirle que no permitiría que ningún desterrado lo viniese a deshonrar.
La batalla fue dura, pero una vez más, vencieron los hombres del Cid. Él mismo tomó preso al conde Ramón Berenguer y le quitó la Colada. Aquella espada valía más de mil marcos, era tan espléndida que hasta tenía un nombre propio.
Por las venas de Rodrigo Díaz de Vivar no corría sangre noble, pero le sobraba valor y destreza. Ramón Berenguer, preso en la tienda del Cid, hubiera preferido morir luchando. El Cid entró en la tienda y lo invitó a compartir la comida. El conde rechazó los alimentos. Durante dos días, se mantuvo el conde obstinadamente en su posición. Llegó el tercer día, y aún, no había probado un trozo de pan. El Cid no dejaba de insistir: -Conde, si usted comiera a mi satisfacción, a usted y a otros dos, dejaré libres. No les devolveré lo que hemos ganado, porque lo necesito para estos hombres que andan conmigo comprometidos. Ésta y no otra es la forma en que podemos ganarnos el pan, echados como fuimos de nuestras propias tierras por la ira del rey. Pero si comiera, le devolveré su libertad.
Poco a poco, el conde iba cambiando de opinión. El conde dijo: -Si lo hiciera, Cid, mientras yo viva no lo olvidaré. Don Ramón, iba recobrando la alegría. Entonces pidió agua para lavarse las manos. No bien comenzó a comer, ya lo hizo tan aprisa, tan vorazmente que, casi, no se le veían las manos de la velocidad con que tomaba uno y otro alimento para llevarlos a la boca.
Rodrigo no era un jefe de los que hacen promesas que luego no saben cumplir, entonces el conde se fue, con otros dos hombres.

11.   La Toma de Valencia:

Varios años habían transcurrido ya desde el día del destierro. Desde el puerto de Olocau, abarcaron una amplia región, hacia la mar salada. A las ciudades que les pagaban tributo como Zaragoza, las respetaban; a las que les hacían frente, duramente las atacaban. Así fue como tomaron el castillo de Murviedro para instalarse allí.
Para enfrentarse al Cid por segunda vez, los moros de Valencia reunieron un ejército más grande que el anterior. Tienda contra tienda, pusieron cerco a Murviedro.
Para salir a la guerra, el Cid mandó llamar a todos los pueblos que, ahora, eran vasallos suyos y que, como tales, tenían la obligación de ayudarlo. A los tres días, ya había reunido un ejército muy numeroso formado por moros y cristianos.
El Cid y Minaya plantearon su estrategia de guerra: el Cid atacaría por el frente, con el grueso de las fuerzas; Minaya iría por un flanco al mando de cien caballeros escogidos.
El plan dio resultado, y la violencia fue del Cid una vez más.
Durante tres años, asolaron toda la región de Valencia. Dormían de día y atacaban los castillos y los campos por la noche. Cebolla, Benicadell y otras ciudades moras fueron cayendo en sus manos. Así escarmentó el Cid a la ciudad de Valencia. Llegó un momento en el que los habitantes de Valencia se quedaron sin pan. La pobreza había tomado sus calles, antes ricas y prósperas.
Como último recurso, enviaron mensajeros al rey de Marruecos para que los ayudara a vencer al Cid. Los mensajeros cruzaron estrecho de Gibraltar y entraron en tierras africanas. El mensaje pedía refuerzos, invocaba el respeto a los moros de Marruecos. Pero el rey de Marruecos estaba comprometido en otra guerra y no pudo auxiliar a sus hermanos de España.
Así como los moros habían ido a buscar ayuda al África, él la buscó por Aragón, Navarra y Castilla. Los pregoneros repetían su mensaje por los caminos: -El que quiera dejar necesidades y enriquecerse que venga con el Cid, amigo de las batallas. Pondremos cerco a Valencia para darla a los cristianos. A quien quiera venir, lo esperaré tres días en el Canal de Celfa. 
Se formó una hueste verdaderamente enorme. A lo largo de las murallas de Valencia, el Cid apostó a sus vasallos; el cerco resultó tan apretado que nadie podía entrar en la ciudad o salir de ella sin perder la vida en un instante. Durante nueve meses, los valencianos resistieron valientemente el cerco hasta que, al décimo mes, se rindieron.
El Cid entró en la ciudad de Valencia y, en lo más alto del castillo, clavó su enseña. Lo primero que vio fue al mar. Allá, en sus tierras de Vivar, el mar no era más que un cuento oído a los viajeros. De la montaña más alta de Castilla, para donde se mirase, sólo se veía la meseta árida y los pocos árboles que la abandonaban. Y ahora él dominaba una ciudad que miraba al mar, a la llanura sin límites de espléndido color azul.

12.  La defensa de Valencia:

El descanso fue demasiado breve, apenas tuvieron tiempo de repartir el nuevo botín, que ya el rey moro de Sevilla les presentó batalla.
El ejército del rey de Sevilla estaba formado por treinta mil hombres: todos duchos y ardorosos en la lucha. Los del Cid no eran pocos, muchos caballeros habían acudido de todas partes para acometer el cerco de Valencia.
Detrás de las huertas, las fuerzas del Cid esperaron a los moros. La batalla fue feroz y encarnizada. Se prolongó mucha más allá de Valencia, hasta Játiva. Cuando los moros, finalmente vencidos comenzaron a retirarse, los del Cid los siguieron tan cerca que no pocos se ahogaron en las aguas del río Júcar. El rey de Sevilla logró escapar pero, en la huida, perdió su caballo Babieca en manos del Cid.
El Cid llamó a Minaya y le dijo: -Quisiera que volviera a Castilla para ver al rey Alfonso, mi señor. Escoja a mis heredades cien caballos y lléveselos como un regalo mío. Le besará la mano de mi parte y le rogará encarecidamente que me permita traer conmigo a mi amada mujer y a mis hijas.
Luego eligió cien de sus mejores caballeros para que lo escoltasen y le encargó que llevara mil marcos de plata a San Pedro para darle la mitad al buen abad don Sancho. Minaya ya estaba marchando al Norte, hacia las áridas tierras de Castilla.
Mientras que, en Castilla, los sembrados se hacían a la vera de los ríos y arroyos, luchando siempre contra la sequía; en Valencia todo era verde, como si el agua nunca escaseara. Tanta fertilidad no era solo por la gracia del cielo. Aquello era el paraíso. Por algo, los valencianos habían resistido nueve meses valientemente el cerco. El Cid también se juró hacerlo. Los moros seguirían cuidando aquellos magníficos huertos, él mismo les pagaría para que lo hicieran.

13.  El perdón del Rey:

Minaya y los caballeros, al entrar en tierras cristianas, la gente se acercaba para verlos pasar. Sus vestimentas causaban sorpresa, las sillas, las bridas de los caballos. Los cien caballos que arreaban iban enjaezados con un lujo como nunca se había visto en Castilla.
Frente a todo el pueblo, Minaya Alvar Fáñez se arrojó a los pies de su rey y le besó las manos. Todos sus caballeros desmontaron. Los que rodeaban a Alfonso no pudieron evitar la admiración: los hidalgos del Cid vestían con la misma elegancia que los nobles castellanos. Pero el lujo que adornaba a los caballos que traían de obsequio ni unos ni otros lo tenían. Un gran silencio rodeó las palabras de Minaya: -Merced, señor Alfonso, las manos le besa, el Cid, que le pide que le conceda merced. Lo echó de su tierra, no tiene su afecto; pero en tierra ajena, bien se gana el sustento. De las ganancias que obtuvo, aquí hay pruebas. Cien caballos fuertes y corredores, con sillas y frenos, que el Cid pide que acepte como obsequio.
El rey Alfonso, alzando la mano derecha, se santiguó y dijo: -¡Cuánto me alegro de esas ganancias! Acepto estos caballos que me envían de presentes.
Junto al rey, se encontraba García Ordóñez, el más enconado enemigo del Cid. El rey podía aceptar los presentes pero, como la vez anterior, podía no otorgar el perdón. El conde tenía que decir algo que acompañara la imagen del Cid, ganar tiempo, torcer su voluntad.
Minaya mostrando la mayor humildad, le pidió al rey su permiso para sacar a Jimena  ya las hijas del Cid del monasterio y llevarlas hasta Valencia.
El rey contestó que lo haría de corazón y que, mi entras estuvieran en su reino, el cuidado y la seguridad de Jimena y las niñas correría por su cuenta. Luego agregó: -No quiero que nada pierda el Campeador. Ahora les restituyo a todas las mesnadas que lo llaman señor las propiedades que antes les había quitado. Y a los que quieran seguirlo, pueden hacerlo con la gracia del Creador.
Minaya le besó la mano. Con el perdón recién logrado, su señor, don Rodrigo Díaz de Vivar, acababa de recuperar la honra. Los envidiosos, que rabiaran.




14.  El regreso de las Damas:

En San Pedro de Cardeña, Minaya llevó adelante todos los encargos del Cid. Mientras las mujeres aprontaban sus cosas para el largo viaje, entregó al abad Sancho quinientas monedas de plata. También mandó tres mensajeros para que fueran a toda marcha hasta Valencia y le dijeran al Cid que, en un plazo de quince días, llegaría a la ciudad con doña Jimena y sus hijas.
Con las otras quinientas monedas, Minaya fue a la ciudad de Burgos, donde compró ropas para que las mujeres pudieran vestirse como reinas.
En el momento de la partida, setenta y cinco caballeros pidieron permiso a Minaya para recorrer el camino junto con él. Al salir de Cardeña, ciento setenta y cinco hombres formaban la escolta que protegían a los seres que el Cid más quería en el mundo.
Doña Jimena y sus hijas iban montadas. También montaban las damas de compañía: diez mujeres que cabalgaban rodeadas de ciento setenta y cinco hombres. Solo Minaya hablaba con ellas, de cerca las escoltaba, cuidando que nadie les faltar el respeto.
Mientras tanto, los mensajeros llegaron a Valencia. El Cid oyó las buenas noticias que anunciaban que, por fin, las penas comenzarían a volverse en gozos. Enseguida escogió cien caballeros y los envió para que fueran al encuentro de Minaya. Entre ellos, iban los más cercanos al corazón de don Rodrigo: Martín Antolinez, el burgalés cumplido; Muño Gustioz; Pedro Bermúdez, su sobrino, portador de la enseña; y don Jerónimo, el obispo. No le faltaron ganas de ir él mismo al encuentro de su mujer; pero no podía abandonar Valencia, gran locura hubiera sido dejarla desamparada.
A pedido del Cid, Abengalbón se unió al grupo con doscientos jinetes más.
Minaya no esperó a que llegaran y salió cabalgando a su encuentro. Caballeros y damas marcharon camino de Valencia. Junto a Minaya, se apostó el obispo Jerónimo; lo que restaba del viaje, fue confesor y compañero fiel de las damas.

15.  El reencuentro:

Nunca, jamás se había visto a nadie más alegre que al Cid el que, en buena hora, ciñó la espada. Por fin, tenía cerca lo que más amaba en el mundo. Rodrigo eligió la cabalgadura. Anduvo por los establos y, finalmente, se decidió por Babieca, el caballo que le había ganado al rey de Sevilla. Todavía no lo había montado, no sabía si era corredor, si era arisco o dócil al freno. Pero una corazonada le decía que se trataba de un caballo excepcional, que le daría una carrera como nunca había tenido antes. Probarlo frente a Jimena aumentaría la emoción del encuentro.
Luego eligió sus ropas: vistió una larga túnica de seda con bordados de oro y se arregló la barba. Finalmente, tomó el escudo y la lanza y, sin calzar ni loriga ni espada, salió.
Cuando Jimena y Minaya estuvieron cerca de la ciudad, el Cid picó espuelas y Babieca salió disparado en una carrera magnífica. Detrás de él, muchos otros caballeros salieron disparados.
El Cid desmontó y, caminando, se acercó a su mujer. Cuando Jimena lo vio venir, se echó a sus pies. Pero el Cid la alzó en sus brazos y la estrechó fuertemente. Luego abrazó a sus hijas, que ya eran mujeres. Otra vez, las lágrimas inundaban todos los ojos, pero esta vez, alentadas por la alegría.
Rodrigo le dijo a Jimena: -Tú, doña Jimena y ustedes mis hijas son mi corazón y mi alma. Entren conmigo en el pueblo  de Valencia, que he ganado para ustedes.
No recorrieron el interior, subieron las escaleras, hasta llegar al lugar más alto. Desde allí, quería que abarcaran lo ancho de su heredad.
Los ojos hermosos miraron a todas partes. No sabían qué sitio descubrir primero, ya se iban hacia el mar, asombrados de su resplandor; ya corrían a los huertos y se detenían en los árboles que nunca habían visto; ya observaban la ciudad: sus torres, sus fachadas adornadas, sus calles de piedra. El Cid, en cambio, las miraba a ellas.
Entonces los cuatro alzaron las manos, agradeciendo a Dios que los había vuelto a reunir y les había dado tanta riqueza. Desde la calle, les llegó una canción, dulcemente cantada por un moro. Sólo el Cid, que hablaba el árabe, comprendió sus palabras y las tradujo a sus mujeres:
“Aspiro la fragancia que me llega de mi ciudad
y me hace recordar la juventud y la amistad.
Al deslumbrar del relámpago, brillando en intensidad,
invito a mis ojos verter sus lágrimas por ansiedad”.

Parecía escrita para aquel momento.


La legítima victoria de un desterrado (síntesis)
Después de la toma de Valencia:

Enterado del dominio absoluto del Cid sobre Valencia, el rey de Marruecos, Yusuf, quiso recuperar los territorios perdidos; pero fue derrotado por el Cid quien, del inmenso botín de la batalla, le envió doscientos caballos al rey Alfonso.
En Castilla, la llegada de tantos y tan magníficos regalos del Cid aumentaron no solo la admiración de la corte, sino también, la envidia del conde García Ordóñez y, en especial, hicieron florecer la codicia de unos parientes del conde, los infantes de Carrión. Estos jóvenes nobles –pensando en enriquecerse rápidamente- pidieron la mano de Elvira y de Sol, las hijas del conquistador de Valencia. Alfonso pensó que estos matrimonios eran ventajosos para el Cid y le comunicó la petición a través de Alvar Fáñez.
A orillas de río Tajo, el Cid y su señor se vieron por primera vez, después de tantos años. El rey Alfonso otorgó su perón al desterrado; y el Cid aceptó casar a sus hijas con Diego y Fernando de Carrión porque no quiso negarse a la petición del rey con quien, finalmente, se había reconciliado.
En Valencia, se celebraron las espléndidas bodas con gran alegría; pero, pronto, los infantes de Carrión evidenciaron su cobardía, sobre todo, en la batalla contra el nuevo y temido rey de Marruecos, llamado Búcar, quien, otra vez, había intentado recuperar Valencia. El Cid, después de acabar con Búcar, se convirtió en el hombre más respetado y temido de España. Sin embargo, sus hombres de confianza le ocultaban la vergonzosa conducta de sus nobles yernos en el campo de batalla.
Los jóvenes cortesanos, Diego y Fernando, resentidos por las burlas de los caballeros del Cid, tramaron contra él una infame venganza. Le pidieron permiso para regresar con sus esposas a sus tierras, en Carrión. El Cid, tras lamentar el alejamiento de sus hijas, aceptó su partida y los despidió con honras y magníficos regalos.

La afrenta de Corpes:

Los infantes emprendieron su viaje y, al entrar en tierras de Castilla, en el solitario bosque de Corpes, azotaron cruelmente a sus mujeres y las abandonaron allí. Al tener noticia de su deshonra, el Cid, sin tomar venganza en forma personal, envió a Alvar Fáñez a recoger a sus hijas ultrajadas y a Muño Gustioz, uno de sus mejores combatientes, a exigir al rey Alfonso justicia. “El rey fue quien casó a mis hijas, toda mi deshonra es también de mi señor”, sentenció el guerrero.
Inmediatamente, el rey convocó a toda su corte en Toledo. Los infantes llegaron confiados en el apoyo de sus parientes nobles y, en especial, del poderoso García Ordóñez, el antiguo enemigo del Cid.
Ante la corte colmada, el Cid hizo sus demandas, exigió a sus infantes la devolución de las preciosas espadas Colada y Tizona, y la restitución de la dote de sus hijas. Ambas cosas fueron aceptadas por los demandados. Pero el Cid demandó una tercera condición pues exigió la reparación de su honor mediante un combate entre caballeros.
La gente del Cid acusó a los infantes de cobardes y traidores; pero los jóvenes se burlaban de ellos y hablaban con desprecio de Elvira y de Sol, por tratarse de las hijas de un simple vasallo. El Cid no se dignó contestarles, sólo respondió al conde García Ordóñez recordándole sus prisiones en Cabra.

El Cid como héroe nacional:

En estos difíciles momentos, entraron dos mensajeros a pedir la mano de las hijas del Cid para esposas de los infantes de Navarra y Aragón, países donde fueron reinas. El rey accedió a este casamiento ya que honraba al vencedor de Valencia y ordenó             que la lid se llevara a cabo en las tierras de Carrión. Allí en sus dominios, los cobardes infantes fueron rápidamente vencidos y humillados por los hombres del Cid.

Finalmente, las hijas del Cid celebraron su segundo matrimonio, mucho más honroso que el primero; y así fue como la sangre del héroe de Vivar nutrió con su nobleza la de los reyes de España. El Cid, el que en buena hora ciñó la espada, hombre honrado y leal vasallo, continuó batallando hasta el fin de sus días.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario