El Cid
Campeador
1. La partida de Vivar:
Rodrigo Díaz de Vivar dio vuelta la cabeza para mirar su casa.
Las puertas, abiertas; los postigos sin candados; vacías las perchas, sin
pieles ni mantos; y las otras perchas donde solían posarse los halcones y
azores, sin la visita de los grandes pájaros. Junto
a Rodrigo, un grupo de hombres montados. Como él, todos iban sobre el caballo
tan a gusto como los villanos sobre sus piernas. Rodrigo no precisaba esconder
ese llanto que bajaba por sus ojos, arrasándolos.
Él que partía hacia el destierro no era un joven inexperto. A su nombre,
lo acompaña ya el apodo Cid Campeador que, como una medalla que se ostenta
sobre el escudo, decía su valentía. “Cid”, del sidi, en árabe, “señor”; y
Campeador, del romance, campodocto, “doctor” o ”señor de los campos de
batalla”.
Su
casa en Vivar quedaba a pocas lenguas de Burgos, en el reino de Castilla. Los
reyes de los moros y de los cristianos, vivían en luchas constantes.
Junto al pecho, por debajo del jubón, Rodrigo Díaz de Vivar llevaba una
carta dirigida a él, con la firma del rey Alfonso, su señor. El mensaje era
escueto: una orden de destierro para él. La aclaración, terminante: tenía solo
nueve días para abandonar por siempre las tierras de Castilla, cumplido el
plazo, sería atacado por el ejército del rey. Nunca en innumerables batallas,
Rodrigo, había sufrido una afrenta semejante. ¡Desterrado! El castigo destinado
a los traidores. García Ordóñez, había prestado oídos el rey Alfonso al
escribir, sin que le temblara el pulso, la carta que ordenaba el destierro de
su mejor vasallo.
Con la carta en la mano, Rodrigo reunió a sus parientes y vasallos. Les
contó que el rey lo ordenaba abandonar las tierras de Castilla. Y aunque
aquellos hombres le debían lealtad; a todos les preguntó para que hicieran
según su deseo. Los que quisieran podían desterrarse con él, tras desamparar a
sus mujeres e hijos; los que quisieran podían quedarse en sus tierras. Se
distinguía por su porte Minaya Alvar Fáñez. Con vos clara, él dijo te
seguiremos, aquellos setenta hombre como si fueran uno solo, no hemos de
abandonarte mientras tengamos aliento.
2. El Camino de los Recuerdos:
El Cid desovillo pacientemente los recuerdos, necesitaba
repasarlos, encontrar aquellos hechos que le permitieron comprender la actitud
del rey. Tuvo que remontarse a su adolescencia. Hijo de hidalgos, sin que
sangre noble corriera por sus venas, Rodrigo se había criado en la corte del
rey Fernando, padre de Alfonso. Sus dotes guerreras siempre lo habían
destacado; tal vez por eso, Fernando lo había elegido como amigo de Sancho, su
hijo mayor. ¡ Que valiosa amistad los había unido a Sancho y Rodrigo! Sancho
y yo salíamos de caza y su hermano Alfonso se quedaba en el castillo. Pero aún
Fernando vivía, cuando Sancho y Rodrigo salieron a batallar. El mismo rey
Fernando lo había armado caballero de la batalla de Coímbra. Junto a Sancho,
habían vencido al rey moro de Granada. El Cid recordó la batalla, y recordó el
momento que había tomado prisionero al Conde García Ordóñez. Ahora García era
consejero del rey Alfonso, pero entonces, por traidor, Rodrigo lo había
injuriado arrancándole un mechón de sus
barbas. Los verdaderos problemas habían empezado a la muerte del rey.
Eso era innegable. Don Fernando había repartido el reino entre sus cuatro
hijos: a Sancho, Castilla; a Alfonso, León; a Elvira, La ciudad de Toro; y a
Urraca, Zamora. Los hermanos no se contentaron con aquella división, todo
quería Sancho, como lo mandaba la ley de entonces.
Sancho y Alfonso se enfrentaron. Quien ganara se quedaría con los dos
reinos. Eran tiempos de guerra, Rodrigo luchaba junto a su señor. El Cid
recordó la batalla en la que gracias a su consejo, habían vencido a Alfonso.
Algunos opinaron que no habían sido del todo justos, pues quebrantaron un pacto
atacando el campamento por la madrugada. En la guerra no hay pactos, pensaba el
Cid entonces y ahora. Seguramente allí nació el odio de Alfonso por él. Porque
le quitaron la victoria de las manos, lo sacaron de la iglesia donde se había
asilado y lo llevaron prisionero a Burgos. Alfonso supo que aquella derrota
suya, era por méritos del Cid. Quizás fue aquel día en que comenzó a tramar su
venganza.
Entonces vino doña Urraca, hermana de los reyes, e imploro la libertad
de Alfonso. El Cid mismo aconsejó a Sancho que lo liberara. La condición era
estricta: Alfonso debía dejar el reino y hacerse monje tras entrar en un
monasterio. Con dos hermanos reyes, nunca acabaría la pelea. Alfonso había
entrado en el monasterio, pero lo suyo no era la religión, y al poco tiempo, se
escapó. Entonces se alió con el rey moro de Toledo.
Mientras, Sancho estaba ocupado luchando en contra de sus hermanas. Ya
era de León y Castilla. Pero tomó la ciudad de Toro y puso cerco a Zamora. La
ciudad de su hermana Urraca resistía valientemente el cerco.
El cerco duraba más de
lo pensado, Zamora no se rendía. Entonces, apareció el traidor: Alfonso
Vellido. Se había escabullido de Zamora, lo trajeron los guardias hasta la
tienda del rey. Resultó buen fabulador porque logró embaucarlo a todos, a Sancho
y al Cid también. Ofrecía ayuda para vencer la muralla. El Cid desconfió de la
condición que había puesto: debían ir al sitio bien de madrugada, él y Sancho y
nadie más. Rodrigo dudó, pero Sancho dio la orden terminante de que nadie lo
siguiera. Las órdenes de señor no pueden discutirlas los vasallos. Allá se
fueron los dos, Sancho y Vellido, el traidor. A pesar de todo, Era tan fuerte
el presentimiento de Rodrigo que los siguió. De lejos los vio y, cuando estuvo
cerca, ya era tarde: Sancho caía, asesinado.
El reino de León corono a Alfonso. Con derecho, pues era su rey
verdadero. Zamora quedo en manos de Urraca. Las cortes se reunieron en Burgos
para discutirlo. La vos del Cid fue la más escuchada: “Debe gobernar Alfonso,
pues él lleva la sangre del rey Fernando en las venas”. Nadie había querido a
Sancho más que el Cid. Yo le tomaré el juramento, dijo el Cid, si él jura su
inocencia, seremos sus vasallos. Frente al altar, estaba Alfonso y él. A su
alrededor, lo mejor de la nobleza Leonesa y Castellana. El silencio los
rodeaba, jamás volvió a sentir el Cid un silencio igual. Podía oír los latidos
acelerados de Alfonso. Entonces el Cid le preguntó, haciéndolo jurar sobre los
santos evangelios, si era cierta la sospecha de que por su consejo, fue muerto
el rey Sancho. El rey Alfonso juró que no, pero apenas se oyeron sus palabras,
Rodrigo no se sintió satisfecho. El Cid le preguntó lo mismo tres veces, y
Alfonso juró su inocencia en Santa Gadea. Entonces fue proclamado rey, y el Cid
besó su mano en señal de vasallaje.
“Lo que Alfonso no ha entendido,
pensaba Rodrigo mientras cabalgaba camino al destierro, es la clave de vasallo
que soy yo. Pero se lo demostraré con acciones, si dios me da vida para
recuperar mi honra”.
3. Una ciudad desierta:
Setenta hombres de a caballo atravesaron la muralla de piedra
de la ciudad de Burgos. Recorrieron a caballo sus callejuelas y las encontraron
desiertas. Detrás de las ventanas de madera, hombres, mujeres y niños
observaban el paso de los guerreros: las fuertes patas de los caballos, las
lanzas con sus pendones, las espadas atadas a los cintos. El Cid y sus
hombres llegaron hasta la posada de la ciudad de Burgos, pero la encontraron
cerrada. Un vasallo se apeó del caballo y llamó. Nadie le respondió, golpeo con
mayor rudeza, pero no obtuvo respuesta. Palmeo las manos, dio voces, nada. El
Cid, entonces, se acercó con su caballo y, tas sacar un pié del estribo, dio
contra la puerta con toda su fuerza. La puerta chirrió, pero los remaches no se
dieron. En ese momento, una chiquilla apareció corriendo, iba descalza, a pesar
de la estatura de sus nueve años, se internó valientemente entre las patas de
los caballos hasta quedar parada frente al
Cid. La niña alzó la cabeza para encontrar los ojos del más famoso guerrero
de la cristiandad. Quizás no entendía los motivos de la guerra, pero en su
mirada que hablaba miedo, también brillaba el coraje. Ella le dijo que no
podían ayudarlo, porque si no dejaría al pueblo sin cobijo, comida, cebada para
los caballos. Montados en sus
caballos, los hombres del Cid también miraban a su jefe, esperando una oren. Un
pesado silencio corría por el medio de la calle, como un escalofrío.
Acamparemos a las orillas del río. Antes de abandonar el pueblo, cabalgó hasta
la iglesia de Santa María y, de rodillas, hizo su oración. Entonces, sí, volvió
a montar y, tras salir por la puerta de Santa María, atravesó la muralla de
Burgos. Ya era de noche, cuando un hombre se acercó a las tiendas. Traía varias
mulas cargadas de alimentos, viviendas y vino. Venía acompañado de guerreros
montados a caballos, lanzas en la mano, espadas en el cinto. Los centinelas lo
reconocieron, no en vano Martín Antolinez había logrado su fama luchando contra
los moros. También el Cid lo reconoció. Si el rey se entera de que he venido a
auxiliarte, me matará; contigo iré al destierro y, si logramos fama y
recompensa, contigo recibiré el perdón del rey. Lo breve
del plazo no le había dado tiempo al Cid para hacerse de dinero. Tampoco podía
pedirlo prestado: el rey había prohibido que le dieran auxilio: todas las casas
cristianas en Burgos estaban cerradas para él. Por eso, Martín Antolinez le
propuso que fueran a ver a los judíos Raquel y Vidas, que trabajaban de
prestamistas. Éste era un trabajo prohibido para los cristianos; mientras que
los judíos que no tenían permitido empuñar las armas, ni labrar la tierra, ni
realizar trabajos manuales, sí podían manejar el dinero. El trato fue hecho por Martín
Antolinez, en absoluto secreto. Dijo a los prestamistas que el Cid necesitaba
guardar dos arcas llenas de oro y plata, pues no podía llevarlas con él al
destierro. A cambio, pedía 600 marcos en monedas. En
el reino de Castilla, algunas personas decían que el Cid se había quedado con
la plata del rey Alfonso, su señor. Que cuando había ido a cobrar el tributo en
la ciudad de Sevilla, parte del pago se lo había guardado para sí. Los que
comentaban este rumor decían que, por ese motivo, el rey Alfonso lo había
desterrado. Raquel y Vidas recordaron esa historia cuando Martín Antolinez les
propuso el trato. Lo cierto es que las arcas que los hombres del Cid llevaron a
casa de los prestamistas eran muy pesadas. Raquel y Vidas les guardaron con
cuidado y en secreto, sin sospechar que estaban llenas de arena. La historia
del Cid nos cuenta el ardid. Supongamos que la plata fue devuelta, aunque los
cantos se hayan olvidado de relatarlo.
4. La separación:
Esa misma noche, el Cid y sus hombres se alejaron del arenal
donde habían acampado. Antes de partir, el Cid quiso despedirse de su mujer y
de sus hijas. El Cid les dejo a ellas ciento cincuenta marcos de los que le habían dado Raquel y
Vidas; cincuenta para el monasterio, cien para servir a doña Jimena y a sus
hijas. Un solo abrazo fue suficiente para fundir al guerrero, de sus tiernas
mujeres.
Al
día siguiente, Martín Antolinez reunió ciento quince jinetes que, tras cruzar
el puente de Arlanzón, buscaban unirse a las mesnadas de Rodrigo. Desde el
monasterio, el Cid vio a los jinetes: un grupo tan numeroso que no alcanzaba a
contar los pendones. Distinguió satisfecho, la figura del hombre que los diría
y, entonces, cabalgo, a su encuentro. A medida que se acercaba, sentía crecer
dentro de sí las esperanzas de ganarse con la lucha el pan y la honra. Esa
misma noche, el Cid reunió a sus caballeros: Minaya Alvar Fáñez, su primo
hermano; Martín Antolinez, el burgalés cumplido; Pedro Bermúdez, su sobrino. De
los nueve días de plazo, ya habían transcurrido seis, solo restaban tres. Ellos
debían cruzar las sierras de Miedes para dejar el reino de Castilla, antes de
que se cumpliera ese plazo. Pero primero debían irse del monasterio y comenzar
su cabalgata; esta despedida fue difícil para el Cid, pero tuvo que marchar.
5. En los bordes del Mundo Cristiano:
Ya soltaron las riendas, ya empezaron a cabalgar. Pasaron por
tierras peladas y grises, una larga meseta se extendía delante de sus ojos.
Reposaron en Espinosa del Can y, al día siguiente se marcharon hacia Navapalos.
Ya estaban dejando la Extremadura cristiana, ya se acercaban a las tierras de
los moros. En Figueruela, a la sombra de los enebros y los olivos, alzaron las
tiendas. Con el argullo de las aguas que corrían hacia el Sur, Rodrigo Díaz de
Vivar se durmió. Era su última noche en Castilla, y aquel sonido que siempre
habla de vida y abundancia le sonó a buen augurio. Pero entonces, en lo más
profundo del sueño, se le apareció en una visión el ángel San Gabriel. Con voz
clara, le dijo: -Cabalga, Cid, el buen Campeador, que nunca en tan buen punto
cabalgó un varón. Mientras vivas, todo estará de tu parte.
Rodrigo despertó. Azorado, primero; tras alegrarse por el buen sueño,
enseguida, hizo la señal de cruz.
6. La Primera Batalla:
A la mañana, el Cid reunió sus fuerzas, contó trescientas
lanzas, todas con pendones. Ya el plazo estaba a punto de vencer. Todo el día
anduvieron a marchas forzadas, alejándose hacia el Sur. Como la noche era
clara, el Cid dispuso seguir adelante. En el llano, hallaron un bosque tupido
donde Rodrigo ordenó un descanso. Ya había dejado atrás las tierras de Alfonso,
ya estaban en tierras extrañas.
En aquel bosquecillo, el Cid y Minaya, decidieron la primera batalla. El
blanco elegido fue la ciudad de Castejón de Henares, pues era la primera ciudad
mora que hallaron en su camino. El plan fue que a la madrugada, dividirían las
fuerzas y lanzarían el ataque. El Cid, al mando de cien caballeros, entraría en
la ciudad por la retaguardia. Minaya, con doscientos, iría en algara: asolando
los campos en un gran radio de acción que llegaba hasta la zona de Alcalá.
Ellos atacaron y ganaron la primera batalla. Castejón ya estaba en manos del
Cid. Desde las torres, sus centinelas vigilaban los campos. No bien divisaron a
los hombres de Minaya, el Cid dejó el castillo en custodia y salió con su
mesnada. El Cid le ofreció a Minaya un quinto de todo lo que habían ganado en
esa batalla. Pero Minaya le dijo que solo después de haberse esforzado en la
lucha y de que, gracias a su mano, el Cid hubiera ganado algo, recién ahí
aceptaría algún dinero.
7. La Respuesta Mora:
Desde aquel día, todo fue un sucederse de batallas, tomas de
castillos, algaras nocturnas, el entrar en las granjas como salvajes.
El primer castillo importante tomado por el Cid y sus hombres fue
Alcocer. Al instalarse en el castillo de Alcocer, se hicieron servir por los
moros. Las noches en las que habían dormido en las tiendas, a la vera de los
arroyos, habían quedado atrás.
Pero los moros no se quedaron de brazos cruzados, viendo como un
cristiano que había sido desterrado de sus tierras se entrometía en las de
ellos. Todos los lazos de amistad y vasallaje estaban siendo trastornados por
el Cid, que sometía a tributos a las ciudades que ya tenían un señor, que
robaba en las algaras animales y cosechas. Así lo entendió Tamín, rey de
Valencia; el Cid ya había tenido suficiente, ahora le llegaba la hora de pagar.
De pagarle tributo a él, no en vano era el rey de Valencia. Fariz y Glave
dirigieron el ejército moro: tres mil jinetes, bien pertrechados con lanzas y
espadas. Los moros eran los mejores montadores, no había quien los superara en
el arte de adiestrar sus caballos.
El ejército moro puso cerco a la ciudad de Alcocer durante tres semanas.
En la tercera semana, les cortaron el agua. Afuera, los moros batían sus
tambores. En el castillo, los del Cid reunidos en consejo, discutían que debían
hacer, ¿Debían huir?, ¿Debían enfrentarlos? Hasta que Minaya sugirió que
atacaran, dios los iba a ayudar. Así, lo entendió el Cid y se sintió seguro
para afrontar la batalla.
El Cid les habló. Sus instrucciones fueron breves: -Salgamos todos, que
no queden sino dos peones guardando la puerta. Pedro Bermúdez, tome como
siempre la enseña, sé que la cuidará como buen caballero. Pero no se adelante
mientras yo no lo mande. El fiel Pedro, sobrino del Cid, besó su mano y tomó la
enseña. Del
otro lado de las murallas, el ruido ensordecedor de los tambores hacía temblar
la tierra. Los pelotones moros comenzaron a avanzar como un torrente;
cualquiera hubiera dicho que aplastarían cuanto encontraran a su paso. El Cid
ordenó que no se mueva nadie, pero Pedro alzó la enseña, espoleó su caballo y,
a todo correr, se metió en la fila más llena de moros. El Cid desesperado se
encontraba gritando; ¡Deténganse, por caridad! Pero el caballo de Pedro
avanzaba entre el enemigo. Llovían los golpes sobre él, todos luchaban para
ganarle la enseña, aunque ninguno lograba derribarlo. El Cid gritó a los demás:
¡Ayúdenlo, ataquen!
El Cid se acercó a un general moro que montaba un buen caballo y, con un
golpe de espada, lo cortó por la cintura y lo derribó a la mitad del campo.
También tuvo enfrente al emir Fariz. Los dos jefes se midieron, el Cid esquivó
los golpes del moro mientras lo acometía con su lanza. Dos golpes le fallaron
pero, al tercero, la punta penetró bajo la loriga. Chorreando de sangre el emir
escapó del campo, a todo correr. Martín Antolinez arremetía al momento contra
Glave. De un golpe le arrancó los rubíes que adornaban su yelmo y le llegó
hasta la carne. Los dos jefes huían gravemente heridos, detrás de ellos, iban
los moros que habían sobrevivido al ataque.
8. Un obsequio para el Rey:
Las batallas de entonces tenían una rutina. Contar los muertos
y enterrarlos era lo primero; aunque, de esto, no hablaban las gestas. Luego
venía el recuento del botín, todo valía: monedas, escudos y armas, lanzas,
espadas, quinientos diez caballos, y lo que diera el saqueo del campamento
enemigo. Después del recuento, venía el reparto. Del quinto que le correspondía por ley,
el Cid apartó los treinta mejores caballos, todos con sus sillas y sus bridas,
y con espadas de las mejores colgadas de los arzones. Luego tomó una bota alta
a modo de bolsa y la llenó hasta arriba de oro y plata fina. Entonces habló con
Minaya, le encomendó la misión más difícil: debía volver a Castilla, a las
tierras de donde juntos habían sido desterrados.
Los treinta caballos enjaezados debía
darlos al rey Alfonso, como obsequio del Cid Campeador. Paso a paso, explicó a
Minaya las palabras que debía pronunciar, de qué modo arrodillarse, besar la
mano del rey. La plata de la bota la destinaría para pagar mil misas en Santa
María de Burgos y lo que sobrara lo daría en San Pedro de Cardeña para el
sustento de su mujer y sus hijas.
Rodrigo Díaz de Vivar confió en la ambición
del rey, demasiado lo conocía, no en vano habían jugado juntos los tres,
Sancho, Él y Alfonso, cuando ninguno era rey, en casa de Fernando. Tiempos
buenos como aquéllos no volverían jamás. Rodrigo se había jurado a sí mismo
confiar en la inocencia de Alfonso y ser su más fiel vasallo. Y ahora que
Alfonso lo había desterrado, con hechos, le probaría la entereza de su honra.
Que no con palabras. Rodrigo no era hombre de la corte, hombre de entreverar
las cosas con discursos. Seguramente, Alfonso no mandaría a matar a Minaya
hasta saber qué motivaba su embajada. Y después de ver los caballos, menos aún
lo mandaría.
9. Ida y vuelta de Castilla:
Allá fueron Minaya y los caballeros que lo acompañaban, camino
de Castilla. El Cid se quedó en Alcocer pero, poco tiempo después, dejó el
castillo en busca de nuevos territorios donde luchar y ganarse el pan. Eran
soldados y vivían de la riqueza que producían los otros. Por eso precisaban
moverse, después de estar varios meses en un sitio, lo vejaban más seco que a
una naranja bien exprimida.
El Cid mandó emisarios a las ciudades vecinas. Así como antes había luchado
contra los moros, ahora había llegado el momento de negociar con ellos. Las
nociones de guerra y paz, de enemigos y aliados eran cambiantes y movedizas en
aquellas épocas. Los embajadores volvieron con una propuesta. Así fue como el
Cid firmó un convenio con los habitantes de Catalayud, que le compraron Alcocer
por tres mil marcos de plata.
Una madrugada volvió Minaya con doscientos caballeros que lo seguían con
permiso de rey Alfonso. El relato de Minaya fue meticuloso. Le habló de su
mujer y de sus hijas, de lo bien que se encontraban y de los cariños que unos a
otros se habían hecho llegar por su intermedio. Trató de contarle a su señor
hasta la última arruga que vio en el rostro del rey, hasta el más mínimo gesto
que percibió entre los hombres de la corte. Minaya, le contó al rey, que aquel
que desterró ganó Alcocer, fue cercado
por los reyes de Valencia, le cortaron el agua y, entonces, salió a pelear y
venció a dos emires moros: es abundante su ganancia. Le envía este presente, le
besa los pies y las manos para que lo perdone. Alfonso no contestó. Las
noticias de las victorias del Cid, ya todo el reino de Castilla las conocía.
Los nobles cuchicheaban por lo bajo. Solo logre oír palabras sueltas “riqueza”,
“poder”, “peligro”. El envidioso de García Ordóñez parecía que se comía los
caballos con los ojos. Es muy pronto, luego de unas pocas semanas, para
perdonar a un hombre que ofendió a su señor, dijo Alfonso. Pero tomo este
presente, porque viene de moros y me alegro de que lo haya ganado el Cid. A
usted, Minaya, le restituyo sus hombres y tierras; podrá ir y venir por
Castilla, desde ahora le doy mi gracia. Mas del Cid Campeador…, todavía no digo
nada. Eso es todo, no me dijo nada más y meché.
Alvar Fáñez les traía noticias de sus hermanos, primos y amigos;
recuerdos de sus dulces madres. Aquella noche, las conversaciones junto a los fogones
duraron largo tiempo. Como si Castilla, de la que se habían ido desterrados,
hubiera regresado en las alforjas de Minaya. Con la violencia de una algara,
los recuerdos asolaron los corazones.
10. El Conde de Barcelona:
Un tiempo después, volvieron a cambiar de sitio. Entonces, se
dirigieron hacia el puerto de Olocau y se acercaron a las tierras que estaban
bajo el protectorado de Ramón Berenguer, conde de Barcelona.
A los ojos del conde, el Cid era un desterrado, un muerto de hambre, que
ni siquiera tenía sangre noble y pretendía ocupar legares que no le
correspondían. Debía darle su merecido, ponerlo en su lugar, hacerle pagar
tributo. El conde de Barcelona formó un ejército en el que había tanto moros
como cristianos.
El Cid supo que el conde de Barcelona quería darle batalla. Quiso
evitar el enfrentamiento y envió un mensajero con un recado de paz. Sin
embargo, el conde no estaba dispuesto a retroceder, más aún lo retó, al decirle
que no permitiría que ningún desterrado lo viniese a deshonrar.
La batalla fue dura, pero una vez más, vencieron los hombres del
Cid. Él mismo tomó preso al conde Ramón Berenguer y le quitó la Colada. Aquella
espada valía más de mil marcos, era tan espléndida que hasta tenía un nombre
propio.
Por las venas de Rodrigo Díaz de Vivar no corría sangre noble,
pero le sobraba valor y destreza. Ramón Berenguer, preso en la tienda del Cid,
hubiera preferido morir luchando. El Cid entró en la tienda y lo invitó a
compartir la comida. El conde rechazó los alimentos. Durante dos días, se
mantuvo el conde obstinadamente en su posición. Llegó el tercer día, y aún, no
había probado un trozo de pan. El Cid no dejaba de insistir: -Conde, si usted
comiera a mi satisfacción, a usted y a otros dos, dejaré libres. No les
devolveré lo que hemos ganado, porque lo necesito para estos hombres que andan
conmigo comprometidos. Ésta y no otra es la forma en que podemos ganarnos el
pan, echados como fuimos de nuestras propias tierras por la ira del rey. Pero
si comiera, le devolveré su libertad.
Poco a poco, el conde iba cambiando de opinión. El conde dijo: -Si
lo hiciera, Cid, mientras yo viva no lo olvidaré. Don Ramón, iba recobrando la
alegría. Entonces pidió agua para lavarse las manos. No bien comenzó a comer,
ya lo hizo tan aprisa, tan vorazmente que, casi, no se le veían las manos de la
velocidad con que tomaba uno y otro alimento para llevarlos a la boca.
Rodrigo no era un jefe de los que hacen promesas que luego no saben
cumplir, entonces el conde se fue, con otros dos hombres.
11. La Toma de Valencia:
Varios
años habían transcurrido ya desde el día del destierro. Desde el puerto de
Olocau, abarcaron una amplia región, hacia la mar salada. A las ciudades que
les pagaban tributo como Zaragoza, las respetaban; a las que les hacían frente,
duramente las atacaban. Así fue como tomaron el castillo de Murviedro para
instalarse allí.
Para
enfrentarse al Cid por segunda vez, los moros de Valencia reunieron un ejército
más grande que el anterior. Tienda contra tienda, pusieron cerco a Murviedro.
Para
salir a la guerra, el Cid mandó llamar a todos los pueblos que, ahora, eran
vasallos suyos y que, como tales, tenían la obligación de ayudarlo. A los tres
días, ya había reunido un ejército muy numeroso formado por moros y cristianos.
El Cid y
Minaya plantearon su estrategia de guerra: el Cid atacaría por el frente, con
el grueso de las fuerzas; Minaya iría por un flanco al mando de cien caballeros
escogidos.
El plan
dio resultado, y la violencia fue del Cid una vez más.
Durante
tres años, asolaron toda la región de Valencia. Dormían de día y atacaban los
castillos y los campos por la noche. Cebolla, Benicadell y otras ciudades moras
fueron cayendo en sus manos. Así escarmentó el Cid a la ciudad de Valencia.
Llegó un momento en el que los habitantes de Valencia se quedaron sin pan. La
pobreza había tomado sus calles, antes ricas y prósperas.
Como
último recurso, enviaron mensajeros al rey de Marruecos para que los ayudara a
vencer al Cid. Los mensajeros cruzaron estrecho de Gibraltar y entraron en
tierras africanas. El mensaje pedía refuerzos, invocaba el respeto a los moros
de Marruecos. Pero el rey de Marruecos estaba comprometido en otra guerra y no
pudo auxiliar a sus hermanos de España.
Así como
los moros habían ido a buscar ayuda al África, él la buscó por Aragón, Navarra
y Castilla. Los pregoneros repetían su mensaje por los caminos: -El que quiera
dejar necesidades y enriquecerse que venga con el Cid, amigo de las batallas.
Pondremos cerco a Valencia para darla a los cristianos. A quien quiera venir,
lo esperaré tres días en el Canal de Celfa.
Se formó
una hueste verdaderamente enorme. A lo largo de las murallas de Valencia, el
Cid apostó a sus vasallos; el cerco resultó tan apretado que nadie podía entrar
en la ciudad o salir de ella sin perder la vida en un instante. Durante nueve
meses, los valencianos resistieron valientemente el cerco hasta que, al décimo
mes, se rindieron.
El Cid
entró en la ciudad de Valencia y, en lo más alto del castillo, clavó su enseña.
Lo primero que vio fue al mar. Allá, en sus tierras de Vivar, el mar no era más
que un cuento oído a los viajeros. De la montaña más alta de Castilla, para
donde se mirase, sólo se veía la meseta árida y los pocos árboles que la
abandonaban. Y ahora él dominaba una ciudad que miraba al mar, a la llanura sin
límites de espléndido color azul.
12. La defensa de Valencia:
El
descanso fue demasiado breve, apenas tuvieron tiempo de repartir el nuevo
botín, que ya el rey moro de Sevilla les presentó batalla.
El
ejército del rey de Sevilla estaba formado por treinta mil hombres: todos
duchos y ardorosos en la lucha. Los del Cid no eran pocos, muchos caballeros
habían acudido de todas partes para acometer el cerco de Valencia.
Detrás de
las huertas, las fuerzas del Cid esperaron a los moros. La batalla fue feroz y
encarnizada. Se prolongó mucha más allá de Valencia, hasta Játiva. Cuando los
moros, finalmente vencidos comenzaron a retirarse, los del Cid los siguieron
tan cerca que no pocos se ahogaron en las aguas del río Júcar. El rey de
Sevilla logró escapar pero, en la huida, perdió su caballo Babieca en manos del
Cid.
El Cid
llamó a Minaya y le dijo: -Quisiera que volviera a Castilla para ver al rey
Alfonso, mi señor. Escoja a mis heredades cien caballos y lléveselos como un
regalo mío. Le besará la mano de mi parte y le rogará encarecidamente que me
permita traer conmigo a mi amada mujer y a mis hijas.
Luego
eligió cien de sus mejores caballeros para que lo escoltasen y le encargó que
llevara mil marcos de plata a San Pedro para darle la mitad al buen abad don
Sancho. Minaya ya estaba marchando al Norte, hacia las áridas tierras de
Castilla.
Mientras
que, en Castilla, los sembrados se hacían a la vera de los ríos y arroyos,
luchando siempre contra la sequía; en Valencia todo era verde, como si el agua
nunca escaseara. Tanta fertilidad no era solo por la gracia del cielo. Aquello
era el paraíso. Por algo, los valencianos habían resistido nueve meses
valientemente el cerco. El Cid también se juró hacerlo. Los moros seguirían
cuidando aquellos magníficos huertos, él mismo les pagaría para que lo
hicieran.
13. El perdón del Rey:
Minaya y
los caballeros, al entrar en tierras cristianas, la gente se acercaba para
verlos pasar. Sus vestimentas causaban sorpresa, las sillas, las bridas de los
caballos. Los cien caballos que arreaban iban enjaezados con un lujo como nunca
se había visto en Castilla.
Frente a
todo el pueblo, Minaya Alvar Fáñez se arrojó a los pies de su rey y le besó las
manos. Todos sus caballeros desmontaron. Los que rodeaban a Alfonso no pudieron
evitar la admiración: los hidalgos del Cid vestían con la misma elegancia que
los nobles castellanos. Pero el lujo que adornaba a los caballos que traían de
obsequio ni unos ni otros lo tenían. Un gran silencio rodeó las palabras de
Minaya: -Merced, señor Alfonso, las manos le besa, el Cid, que le pide que le
conceda merced. Lo echó de su tierra, no tiene su afecto; pero en tierra ajena,
bien se gana el sustento. De las ganancias que obtuvo, aquí hay pruebas. Cien
caballos fuertes y corredores, con sillas y frenos, que el Cid pide que acepte
como obsequio.
El rey
Alfonso, alzando la mano derecha, se santiguó y dijo: -¡Cuánto me alegro de
esas ganancias! Acepto estos caballos que me envían de presentes.
Junto al
rey, se encontraba García Ordóñez, el más enconado enemigo del Cid. El rey
podía aceptar los presentes pero, como la vez anterior, podía no otorgar el
perdón. El conde tenía que decir algo que acompañara la imagen del Cid, ganar
tiempo, torcer su voluntad.
Minaya
mostrando la mayor humildad, le pidió al rey su permiso para sacar a
Jimena ya las hijas del Cid del
monasterio y llevarlas hasta Valencia.
El rey
contestó que lo haría de corazón y que, mi entras estuvieran en su reino, el
cuidado y la seguridad de Jimena y las niñas correría por su cuenta. Luego
agregó: -No quiero que nada pierda el Campeador. Ahora les restituyo a todas
las mesnadas que lo llaman señor las propiedades que antes les había quitado. Y
a los que quieran seguirlo, pueden hacerlo con la gracia del Creador.
Minaya le
besó la mano. Con el perdón recién logrado, su señor, don Rodrigo Díaz de
Vivar, acababa de recuperar la honra. Los envidiosos, que rabiaran.
14. El regreso de las Damas:
En San
Pedro de Cardeña, Minaya llevó adelante todos los encargos del Cid. Mientras
las mujeres aprontaban sus cosas para el largo viaje, entregó al abad Sancho
quinientas monedas de plata. También mandó tres mensajeros para que fueran a
toda marcha hasta Valencia y le dijeran al Cid que, en un plazo de quince días,
llegaría a la ciudad con doña Jimena y sus hijas.
Con las
otras quinientas monedas, Minaya fue a la ciudad de Burgos, donde compró ropas
para que las mujeres pudieran vestirse como reinas.
En el
momento de la partida, setenta y cinco caballeros pidieron permiso a Minaya
para recorrer el camino junto con él. Al salir de Cardeña, ciento setenta y
cinco hombres formaban la escolta que protegían a los seres que el Cid más
quería en el mundo.
Doña
Jimena y sus hijas iban montadas. También montaban las damas de compañía: diez
mujeres que cabalgaban rodeadas de ciento setenta y cinco hombres. Solo Minaya
hablaba con ellas, de cerca las escoltaba, cuidando que nadie les faltar el
respeto.
Mientras
tanto, los mensajeros llegaron a Valencia. El Cid oyó las buenas noticias que
anunciaban que, por fin, las penas comenzarían a volverse en gozos. Enseguida
escogió cien caballeros y los envió para que fueran al encuentro de Minaya.
Entre ellos, iban los más cercanos al corazón de don Rodrigo: Martín Antolinez,
el burgalés cumplido; Muño Gustioz; Pedro Bermúdez, su sobrino, portador de la
enseña; y don Jerónimo, el obispo. No le faltaron ganas de ir él mismo al
encuentro de su mujer; pero no podía abandonar Valencia, gran locura hubiera sido
dejarla desamparada.
A pedido
del Cid, Abengalbón se unió al grupo con doscientos jinetes más.
Minaya no
esperó a que llegaran y salió cabalgando a su encuentro. Caballeros y damas
marcharon camino de Valencia. Junto a Minaya, se apostó el obispo Jerónimo; lo
que restaba del viaje, fue confesor y compañero fiel de las damas.
15. El reencuentro:
Nunca,
jamás se había visto a nadie más alegre que al Cid el que, en buena hora, ciñó
la espada. Por fin, tenía cerca lo que más amaba en el mundo. Rodrigo eligió la
cabalgadura. Anduvo por los establos y, finalmente, se decidió por Babieca, el
caballo que le había ganado al rey de Sevilla. Todavía no lo había montado, no
sabía si era corredor, si era arisco o dócil al freno. Pero una corazonada le
decía que se trataba de un caballo excepcional, que le daría una carrera como
nunca había tenido antes. Probarlo frente a Jimena aumentaría la emoción del
encuentro.
Luego
eligió sus ropas: vistió una larga túnica de seda con bordados de oro y se
arregló la barba. Finalmente, tomó el escudo y la lanza y, sin calzar ni loriga
ni espada, salió.
Cuando
Jimena y Minaya estuvieron cerca de la ciudad, el Cid picó espuelas y Babieca salió
disparado en una carrera magnífica. Detrás de él, muchos otros caballeros
salieron disparados.
El Cid
desmontó y, caminando, se acercó a su mujer. Cuando Jimena lo vio venir, se
echó a sus pies. Pero el Cid la alzó en sus brazos y la estrechó fuertemente.
Luego abrazó a sus hijas, que ya eran mujeres. Otra vez, las lágrimas inundaban
todos los ojos, pero esta vez, alentadas por la alegría.
Rodrigo
le dijo a Jimena: -Tú, doña Jimena y ustedes mis hijas son mi corazón y mi
alma. Entren conmigo en el pueblo de
Valencia, que he ganado para ustedes.
No
recorrieron el interior, subieron las escaleras, hasta llegar al lugar más
alto. Desde allí, quería que abarcaran lo ancho de su heredad.
Los ojos
hermosos miraron a todas partes. No sabían qué sitio descubrir primero, ya se
iban hacia el mar, asombrados de su resplandor; ya corrían a los huertos y se
detenían en los árboles que nunca habían visto; ya observaban la ciudad: sus
torres, sus fachadas adornadas, sus calles de piedra. El Cid, en cambio, las
miraba a ellas.
Entonces
los cuatro alzaron las manos, agradeciendo a Dios que los había vuelto a reunir
y les había dado tanta riqueza. Desde la calle, les llegó una canción,
dulcemente cantada por un moro. Sólo el Cid, que hablaba el árabe, comprendió
sus palabras y las tradujo a sus mujeres:
“Aspiro
la fragancia que me llega de mi ciudad
y me hace
recordar la juventud y la amistad.
Al
deslumbrar del relámpago, brillando en intensidad,
invito a
mis ojos verter sus lágrimas por ansiedad”.
Parecía
escrita para aquel momento.
La legítima victoria de un desterrado (síntesis)
Después de la toma de Valencia:
Enterado
del dominio absoluto del Cid sobre Valencia, el rey de Marruecos, Yusuf, quiso
recuperar los territorios perdidos; pero fue derrotado por el Cid quien, del
inmenso botín de la batalla, le envió doscientos caballos al rey Alfonso.
En Castilla, la llegada de tantos y tan magníficos regalos del
Cid aumentaron no solo la admiración de la corte, sino también, la envidia del
conde García Ordóñez y, en especial, hicieron florecer la codicia de unos
parientes del conde, los infantes de Carrión. Estos jóvenes nobles –pensando en
enriquecerse rápidamente- pidieron la mano de Elvira y de Sol, las hijas del
conquistador de Valencia. Alfonso pensó que estos matrimonios eran ventajosos
para el Cid y le comunicó la petición a través de Alvar Fáñez.
A orillas de río Tajo, el Cid y su señor se vieron por primera
vez, después de tantos años. El rey Alfonso otorgó su perón al desterrado; y el
Cid aceptó casar a sus hijas con Diego y Fernando de Carrión porque no quiso
negarse a la petición del rey con quien, finalmente, se había reconciliado.
En Valencia, se celebraron las espléndidas bodas con gran alegría;
pero, pronto, los infantes de Carrión evidenciaron su cobardía, sobre todo, en
la batalla contra el nuevo y temido rey de Marruecos, llamado Búcar, quien,
otra vez, había intentado recuperar Valencia. El Cid, después de acabar con
Búcar, se convirtió en el hombre más respetado y temido de España. Sin embargo,
sus hombres de confianza le ocultaban la vergonzosa conducta de sus nobles
yernos en el campo de batalla.
Los jóvenes cortesanos, Diego y Fernando, resentidos por las
burlas de los caballeros del Cid, tramaron contra él una infame venganza. Le
pidieron permiso para regresar con sus esposas a sus tierras, en Carrión. El
Cid, tras lamentar el alejamiento de sus hijas, aceptó su partida y los
despidió con honras y magníficos regalos.
La afrenta de
Corpes:
Los
infantes emprendieron su viaje y, al entrar en tierras de Castilla, en el
solitario bosque de Corpes, azotaron cruelmente a sus mujeres y las abandonaron
allí. Al tener noticia de su deshonra, el Cid, sin tomar venganza en forma
personal, envió a Alvar Fáñez a recoger a sus hijas ultrajadas y a Muño
Gustioz, uno de sus mejores combatientes, a exigir al rey Alfonso justicia. “El
rey fue quien casó a mis hijas, toda mi deshonra es también de mi señor”,
sentenció el guerrero.
Inmediatamente,
el rey convocó a toda su corte en Toledo. Los infantes llegaron confiados en el
apoyo de sus parientes nobles y, en especial, del poderoso García Ordóñez, el
antiguo enemigo del Cid.
Ante la
corte colmada, el Cid hizo sus demandas, exigió a sus infantes la devolución de
las preciosas espadas Colada y Tizona, y la restitución de la dote de sus
hijas. Ambas cosas fueron aceptadas por los demandados. Pero el Cid demandó una
tercera condición pues exigió la reparación de su honor mediante un combate
entre caballeros.
La gente
del Cid acusó a los infantes de cobardes y traidores; pero los jóvenes se
burlaban de ellos y hablaban con desprecio de Elvira y de Sol, por tratarse de
las hijas de un simple vasallo. El Cid no se dignó contestarles, sólo respondió
al conde García Ordóñez recordándole sus prisiones en Cabra.
El Cid como héroe nacional:
En estos
difíciles momentos, entraron dos mensajeros a pedir la mano de las hijas del
Cid para esposas de los infantes de Navarra y Aragón, países donde fueron
reinas. El rey accedió a este casamiento ya que honraba al vencedor de Valencia
y ordenó que la lid se llevara
a cabo en las tierras de Carrión. Allí en sus dominios, los cobardes infantes
fueron rápidamente vencidos y humillados por los hombres del Cid.
Finalmente,
las hijas del Cid celebraron su segundo matrimonio, mucho más honroso que el
primero; y así fue como la sangre del héroe de Vivar nutrió con su nobleza la
de los reyes de España. El Cid, el que en buena hora ciñó la espada, hombre
honrado y leal vasallo, continuó batallando hasta el fin de sus días.
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